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Érase una vez, una pasión sin argumentos, por José Ignacio Beteta

El político vivió contento, ganando feliz su sueldo. Y cada problema que aparecía, no solo lo empeoraba, sino que a miles a su alrededor destruía. Su pasión sin argumentos, su obtusa ideología, su entusiasmo temerario, su ignorancia, madre mía.
Adrian Moscoso Publicado 1:17 pm, 16 febrero, 2023

Érase una vez un político apasionado, pero poco mesurado, que intentaba enfrentar problemas con su stock de sentimientos, pero casi nunca usaba ni una poca de argumentos. Una vez hubo un incendio forestal generado por delincuentes y bandidos. El político, indignado y aturdido, no tardó en imponer un nuevo impuesto, a las empresas que operaban en bosques y hasta en desiertos. Son ricos, decía, deben ayudar; son avaros, decía, generosos, deben dar.

El punto es que los delincuentes siguen sueltos y los incendios no pararon, más allá de lo que los ricos pagaron. Ciertamente, algunos ricos y avaros merecían pagar ese extra, pero otros muchos, no, y tuvieron que soplar la corneta.

Érase una vez un político apasionado, pero poco mesurado, que intentaba enfrentar problemas con su stock de sentimientos, pero casi nunca usaba ni una poca de argumentos. Una vez hubo un robo en un banco. No se llevaron mucho, pero la gente la pasó mal. Nuestro político animal ordenó que pusieran decenas de cámaras en los bancos y reforzaran su seguridad. Sin embargo, las comisarías de la zona no tenían ni agua, ni luz, ni internet, y los pobres policías tampoco que comer ni beber.

Los bancos obedecieron las reglas, pero los robos no pararon, más allá de lo que los bancos gastaron o, mejor dicho, sus clientes gastaron. Los policías pobres se quedaron, al igual que sus comisarías. Y lo peor es que el apasionado político, seguía haciendo tonterías.

Érase una vez un político apasionado, pero poco mesurado, que intentaba enfrentar problemas con su stock de sentimientos, pero casi nunca usaba ni una poca de argumentos. Una vez hubo un local de comida que, a pesar de todas sus medidas, una mosca en la sopa no pudo evitar. Y como se era de esperar, nuestro político tenía que actuar.

No solo cerró el local, sino que lo obligó a implementar, a él y a todos los demás, un sistema de limpieza tan moderno, que implementarlo se hizo eterno. Quebró no solo el restaurante, sino todos los de la cuadra, y como seguramente, queridos lectores, ya entendieron el problema, también previeron el final de esta vulgar saga.

El político vivió contento, ganando feliz su sueldo. Y cada problema que aparecía, no solo lo empeoraba, sino que a miles a su alrededor destruía. Su pasión sin argumentos, su obtusa ideología, su entusiasmo temerario, su ignorancia, madre mía. Si solo fuera un político, quizás el país la pasaría mejor, pero no es solo uno, son cien mil, y se reproducen con motor. ¿Quién nos salvará de esta casta? ¿Quién compasión tendrá, de quienes se esfuerzan y trabajan, con cariño y honestidad?

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