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Editorial: La alegre resignación peruana, por Jose Ignacio Beteta

Publicado 5:34 pm, 6 Junio, 2022

Gana Perú el domingo 1-0, se acerca el repechaje y nuestra mente se disuelve en un espacio de superficial, pero bonita tranquilidad. Cada partido de la selección es un breve oasis en el desierto y así vamos buscando distracciones que nos den “alguito” de calma. La tranquilidad es importante. Uno no puede vivir intranquilo todo el tiempo. Ni siquiera la mayoría del tiempo. Ni siquiera el 50% del tiempo.

Estar tranquilos es básico si queremos ser felices y constructivos para el mundo. Levantarse con buen ánimo, amar, ser solidarios, comer bien, hacer deporte, respirar profundo, enfocarse en lo importante, no gastar energía en cosas o personas que no nos suman, estudiar, leer, formarnos para poder alcanzar nuestros sueños, a cualquier edad, son hábitos que deberían ocupar nuestra vida de forma transversal.

Sin embargo, estar tranquilos, centrados o en un estado de conciencia y paz no es fácil. No solo no es fácil, es posible solo por momentos, no de forma estable e indeterminada. Somos seres humanos. Hay mil cosas que nos impiden estar en paz con nosotros mismos y así será para siempre, no hay utopías en este aspecto.

¿Qué tiene que ver todo esto con el debate político del país? Paciencia. Veamos -un segundo antes- qué cosas nos impiden estar en paz y ser constructivos con nuestro entorno.

En primer lugar, nuestros propios pensamientos, sentimientos, hábitos, demonios, traumas, adicciones, taras, y tendencias negativas. Mientras más conscientes somos de ellos, se hace más difícil superarlos, pero menos dañinos somos hacia los demás. Mientras más inconscientes, más perniciosos para nuestra familia, comunidad y en general para todos. Conscientes o inconscientes, somos nosotros el primer campo de batalla para tener paz y dar paz.

En segundo lugar, las dificultades de los demás. Uno podría vivir en una burbuja (física o psicológica); de hecho, hacia eso tiende el mundo y a eso nos empuja esta cultura consumista y mal llamada progresista, pero vivir en una isla es deshumanizante. Los seres humanos no somos islas, decía el famoso pensador alemán Ignace Lepp. Y uno lo confirma cuando experimenta el amor, la alegría del encuentro con los demás, el trabajo en equipo y la solidaridad.

Sin embargo, la tecnología y la cultura del consumo nos van convirtiendo en islas supuestamente autosuficientes. Y así, esta revolución tecnológica -positiva en algunos otros aspectos- genera ya no uno, sino dos dilemas en realidad: 1) lidiar con las debilidades y defectos de los demás sigue siendo un reto; y 2) el crecimiento acelerado de una sociedad cada vez más atomizada, indiferente, individualista y por lo tanto egoísta, en la que miles de aparatos nos hacen fácil la vida, pero difícil vivirla en profundidad.

Tercero, el poder de quienes dirigen nuestras comunidades, países o el mundo. Detengámonos aquí unos minutos. El poder que tienen las élites hoy, económicas o políticas, privadas o estatales, es mucho más fuerte que hace 200 o 300 años, y se traduce en normas, reglas, recetas, obligaciones, mascarillas, cuarentenas, organizaciones multilaterales, políticas y tratados internacionales que nos invaden y que muchas veces van en contra de la libertad, la justicia, la conciencia, las tradiciones, las creencias, el bien e incluso la supervivencia de la especie humana.

Frente a este poder arbitrario y agresivo no hay mucho que hacer salvo evadirlo, si es que se puede. Así, los ciudadanos de países más “desarrollados” (atentos a las comillas) la tienen difícil para escaparse de la dominancia del poder fáctico, sea este nacional o global. Los estados modernos son cada vez más sofisticados en sus estrategias para vigilar o controlar al ciudadano, cobrarle impuestos, regular su vida, entrometerse en su familia, educación, creencias y costumbres, etc.

Por el contrario, los países menos “desarrollados” (atentos nuevamente a las comillas) y más informales, suelen tener aún ese espacio de aire libre, multiculturalidad, tradición, caos, diferencias, espontaneidad, que perdieron hace mucho tiempo países viejos como varios europeos y algunos asiáticos (los primeros porque fueron cayendo poco a poco en la pendiente de la esclavitud voluntaria y los segundos por su extremo pragmatismo colectivista).

Es cierto que esa capacidad de evadir el poder fáctico se traduce muchas veces en informalidad, ilegalidad y, lamentablemente, irrespeto por la propiedad privada y el estado de derecho, pero no veamos solamente una de las dos caras de la moneda. La informalidad se debe combatir, pero si ser formales implica ser esclavos, pues, analicemos bien el tema.

Ese aire libre es necesario y debe ser garantizado por el Estado, su burocracia y políticos. Si el Estado no se convierte en el servidor y aliado de cada ciudadano, sea quien sea, y por lo tanto en un socio que lo hace crecer, ganar más, soñar, y vivir plenamente, entonces, éste -sea pobre o rico- no querrá ser parte del sistema, lo evadirá y evadirá, hasta el punto de mantenerse al margen porque simplemente no le conviene ser un actor “formal” en él, no solo por razones económicas, sino también por razones morales muy legítimas y comprensibles.

En este modo político de evasión del sistema y la realidad política se mueve Perú, y aquí la respuesta a la pregunta de hace algunos párrafos. Vivimos en un país en el que tenemos a un presidente a todas luces cuestionable, rodeado de gente a todas luces cuestionable, copando y dominando un Estado poderoso, grasoso, corrupto, burocrático, inútil, sin ningún propósito ni razón de ser, perdido, sin norte. Y esto es algo que no podemos tolerar, pero tampoco podemos destruir.

Así, si lidiar con nuestros propios problemas y los de nuestro círculo humano ya es bastante, lo que haremos es escaparnos de lidiar con los obstáculos que nos ponen quienes están en la cúpula política. Preferimos trabajar, ver fútbol, farándula, Magaly, pasarla bien con lo que tenemos, aguantar, “recursearnos”, seguir adelante, remar sin mirar para atrás y sin preocuparnos por la política y todos sus líos, de los que estamos cansados y solo nos quitan tiempo, paz y energía.

Esto que describo se prueba en nuestra mediocre vida política. Hoy no marcha la derecha, no marcha la izquierda, no marcha el pobre, no marcha el rico, no marcha la clase media. Los escándalos se normalizaron, no porque no nos parezcan asquerosos (lo son y nos dan asco), sino simplemente porque preferimos vivir en un estado de “resignación alegre”: resignados porque no podemos hacer nada más que gritar “que se vayan todos” o “asamblea constituyente” (ambos placebos inmediatistas de poco impacto), pero alegres, porque 8 de cada 10 de nosotros evitamos de alguna forma u otra a políticos y burócratas para mantener el optimismo, la vibra de ojos despiertos, la sonrisa, la bienvenida, el humor, la buena criollada, y el carisma que nos caracteriza cuando nos juntamos a ver un partido de la blanquirroja. 

Y la salida de esta situación está lejos, justamente por este mismo estado en el que nos encontramos. Resignados, alegres y evadiendo la política, podemos sobrevivir, no mucho, pero sí un tiempo más. Derechas e izquierdas se han multiplicado por cero en el reto de reconstruirnos como país y construir un símbolo, una esperanza, un camino. La izquierda no permitirá que la oposición gobierne, aunque Castillo y su entorno destruyan la patria, y la derecha no se unirá en torno a un líder mucho más popular que les pida renunciar a sus rancios, obsoletos, crudos, metálicos, vanidosos y orgullosos paradigmas.

¿Qué hacer en esta situación? Primero, seguir luchando contra nuestros demonios y vivir el amor con los demás. Esto constituye la base. Luego, intentar que cada acto que realizamos le quite poder a ese estado de 7 cabezas y 1,000 ojos que no quiere nuestro bien, sino consumir nuestro dinero y energía para seguir engordando. En este sentido, la prensa, los centros de investigación, los colectivos ciudadanos, prediquen la ideología que sea, tienen algo que los une: vigilar el poder público, sea privado o estatal.

Además, hace falta que se construyan liderazgos políticos sobre la base de consensos concretos entre la derecha liberal o conservadora y la izquierda socialista o progresista. Hasta que no haya un diálogo real sobre esos paradigmas que de ambas orillas no se quieren abandonar, no avanzaremos. Sé de muchos líderes que tienen intereses políticos, pero creen que pueden permanecer en el “centro ideológico” de manera diplomática y estática. Esto es imposible. Nos están mintiendo. Para salir de esta resignación alegre pero agonizante en la que estamos, vamos a tener que pelear un poco, negociar, perder, ganar, renunciar de uno y de otro lado a políticas públicas, planes y agendas. No hay otro camino.

Finalmente, los empresarios no solo deben conocer los problemas de los pequeños, sino participar en su solución, antes de quejarse del Estado o sentirse los dueños de la verdad, solo porque unos cuantos datos macroeconómicos o financieros los respaldan. Hasta que el empresario peruano adinerado y pudiente (enorme, grande o mediano) no se comprometa de verdad con los más pobres y necesitados, su discurso de “el Estado tiene la culpa” será solo una frase hipócrita, vacía y poco convincente.

Concluyo con esto: un ciudadano informado es un ciudadano empoderado, y por ello, quienes dedicamos nuestra vida a plataformas como Vigilante, tenemos el deber de dar información clara, verdadera, didáctica y fácil a otros periodistas, a la ciudadanía, a líderes regionales y empresariales, para que puedan ser parte del debate público, tener más poder que el Estado y su burocracia, pelear por sus sueños y defender sus valores e ideales. No veo por ahora algo más concreto, veremos mañana.

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