Editorial: Se cumplió el ritual… Y no sirvió para nada, por José Ignacio Beteta
En un editorial anterior mencioné que -lamentablemente- para muchos dirigentes regionales o rurales la importancia de tener al presidente y a su primer ministro sentado con ellos firmando un papel con promesas ya era suficiente para perdonarle la vida, y así lo fue.
Las marchas y protestas en regiones bajaron de intensidad no solo porque la gente tiene que trabajar y no puede aguantar más de una semana protestando, sino porque algo en sus líderes decidió bajarles la intensidad: perdonaron a Castillo porque es de los suyos, arreglaron por debajo de la mesa, recibieron las promesas y esperarán un tiempo, todo esto junto y otras razones similares pueden ser la explicación a la caída del proceso de protestas que se dio la semana pasada.
Pero el presidente Castillo tiene los días contados. Aumentar el sueldo mínimo no sirve para solucionar los problemas de los ciudadanos peruanos más vulnerables, tampoco reducir el IGV a los alimentos, reducir el impuesto selectivo al consumo a algunos combustibles, o mandar una ley antimonopolios que no dice nada interesante. La situación precaria de millones de peruanos, por lo tanto, continuará y seguirá siendo una olla de presión.
Por otro lado, la administración pública para el ciudadano de a pie hace agua. No hay pasaportes y cientos de personas perdieron pasajes y vuelos por esta ineficiencia, tampoco hay brevetes, trámites en RENIEC, SUNARP, todo va lento. No hay políticas para promover la facilidad para crear empresa o aumentar la inversión privada, no hay proyectos de minería u obras de infraestructura de envergadura corriendo rápido, no hay por lo tanto inversión fresca y nueva, y no hay entonces más trabajo digno, formal y estable.
Y todo esto le pasará la factura tarde o temprano al presidente y al Congreso, a ambos. El rechazo a la gestión de Castillo creció 29 puntos en sus bastiones del sur y el centro (Ipsos). Su desaprobación casi empata la del Poder Legislativo con la diferencia de que él es una sola persona, y en el Congreso la desaprobación se reparte en 130 padres de la patria.
Lo que retarda la caída del presidente o la de todos, es que en regiones las preocupaciones siempre son otras, más concretas y cotidianas, más urgentes, más reales y crudas. Esto hace que no se concentren en el debate político. Cuando alguien la pasa mal no tiene tiempo para preocuparse por el bien común, el Congreso o el presidente. En Lima ocurre algo similar. La clase alta y media aún pueden seguir trabajando y manteniéndose a punta de ajustes, ahorros y resiliencia y los pobres (sí, en Lima hay pobres) no tienen tiempo para tanta cochinada.
Pero esto no puede seguir así. Esto no es lo que necesitamos como país. Esto no es normal. Lo normal sería tener políticos honestos que reformen el Estado, que promuevan políticas públicas para acelerar nuestro crecimiento económico, que cada año es más lento y pobre. Lo normal sería tener buena infraestructura, buenos servicios de agua, salud, educación, justicia y seguridad. Lo normal sería que los pobres sean más ricos y los ricos también (¡!) y que nadie se escandalice por esto o nos venda narrativas envidiosas o amargadas. Lo normal sería que el Estado sea un compañero de camino que ayuda, no un escándalo cada domingo.
Esto sería lo normal, pero a los peruanos, al parecer, o no nos gusta lo normal, o simplemente ya nos acostumbramos a lo anormal. Nos acostumbramos desde hace 5 años a no ser un país normal y saludable, sino uno enfermo, decadente y dividido. Algo tiene que romperse o destruirse para que podamos recomponernos como nación, como patria, como unidad.