Crisis carcelaria en Puno: traslado de presos no resuelve el hacinamiento


El Estado peruano enfrenta una crisis penitenciaria que, lejos de resolverse, se agrava con el paso de los años. En regiones como Puno, penales como los de Juliaca y Alto Puno operan al límite de su capacidad, generando riesgos de seguridad. Pese a las millonarias inversiones, las medidas adoptadas —traslados masivos y ampliaciones de infraestructura— apenas representan parches temporales que no atacan el problema de fondo: una administración ineficiente que podría optimizar recursos existentes en lugar de multiplicar gastos.
El caso más reciente ocurrió en junio de 2025, cuando el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) trasladó a 194 internos sentenciados del penal de Juliaca al de Puno. La operación buscaba aliviar un hacinamiento crítico: Juliaca alojaba a 1,620 reclusos en un espacio diseñado para 650, es decir, un 249 % de sobrepoblación. El traslado aprovechó un nuevo pabellón construido en Puno tras una inversión de S/ 58 millones iniciada en 2015, que amplió su capacidad a 768 plazas e incluyó tecnología de vigilancia con 146 cámaras y talleres productivos. Sin embargo, incluso después del operativo, Juliaca continuó con 1,426 internos, lo que muestra que la medida no resuelve la crisis sino que la desplaza.
Puno simboliza el impacto desproporcionado de esta crisis en el sur del país. Al mismo tiempo, oro operativo del Ministerio Público en el penal de Alto Puno verificó el cumplimiento de normas de seguridad y no halló objetos prohibidos, pero advirtió la urgencia de programas de rehabilitación. Especialistas señalan que el 30 % de los internos cumplen prisión preventiva, lo que sugiere que procesos judiciales más ágiles y módulos de flagrancia serían más efectivos para descongestionar el sistema que los traslados masivos, que simplemente trasladan el problema de un penal a otro.
El panorama nacional no es distinto. En mayo de 2025, el Tribunal Constitucional amplió hasta 2030 el plazo para que el Ejecutivo corrija el “estado de cosas inconstitucional” en las cárceles, declarado en 2020. En algunos penales, como Sarita Colonia, el hacinamiento supera el 500 %. La decisión, adoptada a pedido del gobierno de Dina Boluarte, obliga además a informes anuales del INPE y el Ministerio de Justicia. En paralelo, el Ejecutivo anunció la expansión de cinco penales regionales, entre ellos el de Puno, con 864 nuevas unidades de albergue, y la construcción de dos megacárceles con capacidad para 26,000 internos, financiadas parcialmente con préstamos internacionales como los 800 millones de dólares de la CAF.
La crítica también apunta al modelo de gestión estatal. El gobierno proyecta inversiones como los 500 millones de soles para el nuevo penal en El Frontón, monto que, aunque menor a los 5 mil millones estimados inicialmente, revela la dependencia de grandes obras públicas sin explorar alternativas de gestión más eficientes. Algunos actores proponen alianzas público-privadas para construir, operar y mantener penales bajo estándares internacionales, priorizando la rentabilidad social sobre el gasto estatal sin control.
El hacinamiento carcelario no solo vulnera derechos constitucionales: también amenaza la seguridad regional y nacional. Motines, violencia interna y delincuencia post-penitenciaria son riesgos latentes que las ampliaciones puntuales no disipan. Mientras el Estado prolonga plazos y anuncia megaproyectos, la crisis carcelaria sigue creciendo. Y si no hay una reforma de fondo, el plazo extendido hasta 2030 podría convertirse en otro aplazamiento estéril de un problema que el Perú arrastra desde hace décadas.