En medio de una de las peores crisis políticas, sociales y económicas de los últimos 30 años, vale la pena regresar un momento a la raíz. Porque en eso consiste etimológicamente ser “radicales”: en ir a la raíz. Nada tiene que ver la palabra con ser extremistas, agresivos o violentos.
Quien ha trabajado en el sector público en algún cargo de confianza, de alta dirección, o en asuntos relacionados al Estado desde el sector privado (gremios, gerencias de asuntos corporativos), desde luego conoce bien al Estado, pero tiene una mirada de corto plazo y de apagaincendios muy clara; puede entender como funciona el “lobby” y las interacciones con empresarios, asesores, políticos y funcionarios estatales, pero muy pocas veces tiene tiempo para ver el cuadro completo, aunque quisiera.
Así, la tradición y estrategia políticas peruanas de lo últimos 20 años, hasta antes de Pedro Castillo, se basaron primordialmente en ese perfil de líder, dedicado a arreglar los problemas del día a día juntando a las cabezas de ambos espacios, el estatal y el privado. Aparecía el político populista, no tan común 15 años atrás, con alguna idea loca; lo calibraban, hablaban de él como “un problema”, negociaban, llegaban a un punto medio y luego se quedaban tranquilos.
Evidentemente estas “cabezas” se preocupaban y trataban los “grandes” problemas regulatorios: fusiones, banca, medicamentos, octógonos, salvaguardias, industria extractiva, proyectos de infraestructura… Problemas que ciertamente eran preocupantes, pero solo para el 1.4% de empresarios, no para el otro 98.6%.
Y esto tenía una justificación. Directivos gremiales y funcionarios estatales sabían que esos problemas del 1.4% significaban probablemente el 80% de los ingresos tributarios o de la inversión privada del país. ¿Por qué? Porque en Perú el 1.5% de empresas son grandes o medianas y de ellas, 700 pagan el 60% del IGV y menos 300 pagan el 80% del impuesto a la renta.
Tenía que ser así, los problemas de los grandes eran realmente los grandes problemas, si pensamos en la “caja” del Estado y su presupuesto. Había incentivos alineados: al burócrata le importaba solucionar “esos” problemas porque gracias a ellos se garantizaban miles de millones de soles que luego el Estado consumía. El gran empresario sabía esto y utilizaba su poder (no necesariamente algo malo) para tener un acceso rápido a la cúpula del gobierno.
Pero esta dinámica de 20 años fue incompleta y muy desarraigada de la realidad. Mientras se “solucionaban” o postergaban esos grandes problemas, normas o leyes que podían afectar a los grandes empresarios, el 85% del sector privado peruano era informal, pequeño, e incapaz de cumplir con las regulaciones que ya existían. Era como pesar el yunque en la espalda del grande y decir “ok, esto se puede cargar”, y luego olvidar que el pequeño ni siquiera lo podía tocar y simplemente lo evadía, o se paraba encima.
Hoy, muchos líderes gremiales de entonces siguen ocupando puestos expectantes y lideran organizaciones privadas o centros de investigación, habiendo sido ellos los que mantuvieron ese status quo desarraigado y desconectado por años. Bien por ellos, se recrearon y reciclaron debido a sus contactos y experiencia. Y muchos de ellos, entendieron el problema y hoy tratan de ser más inclusivos, descentralizados y realistas en su aproximación a los problemas del país. Repito, bien por ellos, pero el daño fue hecho y es casi irreversible.
Ese desarraigo y distancia entre los problemas “públicos”, económicos y políticos de la élite y la realidad del pueblo, llegaron a su culmen en el glorioso “momento PPK”. La crema y nata de la tecnocracia pensó que -ahora sí- se podrían hacer todas las reformas del Estado que habían estado pendientes durante años. Sus intenciones fueron muy buenas, ojo. Lo que no calibraron era que la informalidad, la ilegalidad, la mafia y el narcotráfico, muy presente en ese 85% del mercado ya había tomado el espacio político a través de funcionarios, congresistas, sindicalistas, dirigentes y líderes regionales, financistas, que tenían dinero, poder y bases sociales.
Recuerdo que hace pocos años para llegar a la cúpula de un ministerio bastaba con una llamada de algún apellido de alcurnia, un abogado conocido, o algún empresario que había trabajado en el Estado, luego en un gremio, luego en el Estado y luego de vuelta en el gremio. Hoy eso ya no ocurre. Hoy, los obreros de una fábrica, los trabajadores de una mina, los dirigentes vecinales, los sindicalistas, tienen más contactos en Palacio, ministerios y entidades estatales que quienes fueron “la élite” tecnocrática del país. Cómo cambiaron las cosas… No lo veo necesariamente mal. Estamos simplemente en medio del movimiento pendular opuesto.
Así, este cambio de posición del péndulo ha generado un caos tremendo: si el sector informal tiende sus redes para tomar el Estado, no podemos esperar otra cosa que un Estado más informal, ilegal, oscuro y mafioso de lo que ya era. Y si el “gran” sector privado pierde sus canales de comunicación con la élite estatal, entonces solo podemos esperar que refuercen sus estrategias ocultas de lobby o de financiamiento de plataformas que resuelvan sus intereses, o mantengan lo que les queda. Pero siguen sin comprometerse con los problemas de fondo: educación, historia, burocracia, valores, etc.
Les pongo un ejemplo de esta resistencia: mi opinión es que el Congreso debe empezar formal y abiertamente un proceso de reforma constitucional acompañado por la academia, el sector privado y la ciudadanía organizada. Si ya se hicieron más de 80 cambios en la Constitución, ¿por qué no hacer 80 más? Esto generaría un cable a tierra entre la elite tecnócrata y el pueblo, si es que la comunicación y el diálogo es manejado de la forma adecuada.
Pero no, muchos especialistas de renombre y líderes empresariales piensan que la Constitución es intocable (repito, aunque ya fue tocada más de 80 veces), y prefieren mantener el status quo, lo poco que les queda, aunque eso signifique -repito- que el 85% del mercado no pueda soportar el sistema actual. Todo esto lo único que genera es la percepción de que esa indiferencia de la elite frente al pueblo continúa, y no solo eso: alimenta y fortalece la narrativa de aquellos sectores de izquierda que siguen engañando al pueblo con ilusiones, utopías y malabares populistas.
En el fondo, y para ir culminando este improvisado ensayo: empresarios, políticos, dirigentes, lobistas, políticos informales, este gobierno, miran al Estado, dependiendo del momento en el que se encuentran, como un problema, botín, un arma o un papá, y este es justamente el cáncer en la raíz. El Estado -en cualquier país del mundo desarrollado- no puede ser visto ni como problema, ni como arma, botín, o papá.
Los empresarios miran al Estado como un problema y un aliado nunca leal. Desconfían de él, lo odian, prefieren no vincularse a sus funcionarios ni tener contacto alguno con sus entidades. Y es cierto, ¿quién quisiera enfrentarse con fiscalizadores, supervisores y burócratas que, ignorantes casi de cualquier asunto económico, se dan el lujo de crear, cambiar o quitar reglas de juego que pueden destruir un sector en cuestión de meses? Esto no es justo. Sin embargo, la empresa nunca tuvo el real interés de comprometerse con la transformación del Estado colaborando con miles de funcionarios que sí quieren hacer las cosas bien, pero sufren la misma frustración que el emprendedor, porque procesos, controles y hábitos son también para ellos un suplicio.
Los políticos miran al Estado como un botín y un arma. Lo quieren usar para repartir dinero a sus amigos, para engordar sus redes de contactos, con miras a su futuro y a su vejez, y lo necesitan para poder combatir a sus contrincantes, anularlos, destruirlos, usando el dinero y el poder de la burocracia. Esto es así y cada vez se ha convertido en el modus operandi más habitual, tanto en los grandes proyectos o procesos como en los más pequeños, esos que se dan en una municipalidad, en un trámite por un título de propiedad o un permiso para iniciar un negocio.
Muchos dirigentes y líderes sociales ven al Estado como un papá. Pueden no pagar impuestos, quemar minas, violar la propiedad pública o privada y aún así creen que los grandes empresarios y políticos deben ser los que paguen la cuenta “porque son muy ricos”. Todos “les deben algo” y “siempre son víctimas”. Entienden al Estado como una entidad que les debe alguna compensación ilimitada, abstracta y eterna, por el simple hecho de condiciones económicas, sociales o raciales, lo cual es un mito inventado por la izquierda que destruye y enferma sus mentes y sus corazones. Las responsabilidades y culpas son individuales y concretas, no pueden asignarse a un grupo social de forma eterna o constante.
La izquierda entiende al Estado como todo lo anterior: un botín, un arma, un papá. Le conviene que exista para poder implementar su agenda ideológica intervencionista. Le conviene que exista para destruir a sus contrincantes ideológicos. Les conviene que exista porque con el dinero del Estado pueden mantener al pueblo cedado, drogado e ignorante, lleno de mentiras y dialécticas de luchas de clases.
El ciudadano, el trabajador independiente o dependiente, el típico clase media, informal o formal, finalmente, no quiere saber nada del Estado. Si por él fuera, mejor que no exista y si existe, que sirva para algo. En este sentido, el Estado es un problema siempre evitable, y por eso vivimos en un país tan informal. Este ciudadano, que no quiere ni poder, ni dinero, ni ideologías, solo espera (como lo demuestran decenas de estudios en los últimos años) trabajo, seguridad, menos delincuencia, oportunidades de inversión, menos trámites, menos burocracia, mejores servicios de salud, educación, justicia e infraestructura. No le importa si el que gobierna es rojo, verde o azul. Quiere ser feliz, tener luz, agua, internet, un mercado abierto y competitivo, elegir lo que quiere, cuando quiere y donde quiere.
Si los políticos y burócratas se miraran en el espejo de este ensayo, buscarían ellos mismos ser los primeros en reformarlo, pero esto no ocurrirá. ¿Quién buscaría cambiar o reformar algo, peleándose con el establishment o chocándose con el status quo, si gracias a ambos, gana un sueldo todos los meses, fijo, estable, es un buen cliente en los bancos (mejor que muchos emprendedores) y sin hacer nada puede mantenerse durante años paseando de una entidad a otra, aunque no tenga el perfil adecuado? Nadie.
El dilema entonces es profundo y la solución no es tibia. Tarde o temprano necesitaremos detonar una bomba en este espeso, ambiguo y oscuro entramado, mediocre e intocable en el que estamos enredados, y en el que -otra vez- líderes empresariales, gremiales, sociales y políticos, buscan como acomodarse, sin tocarse mucho, para mantener sus privilegios o ganar dinero, reputación, imagen, o cuotas de poder. Penoso escenario el que vive nuestro país y en el que no habrá cambios radicales, cambios que se necesitan para que podamos salir de esta precaria situación en la que estamos.