La (in)sostenibilidad del Estado moderno, por José Ignacio Beteta
La sostenibilidad, entendida en su formulación clásica, se apoya en tres pilares: el ambiental, el social y el económico. Desde el Informe Brundtland (1987), esta idea se extendió como un marco casi incuestionable que integra bienestar presente y responsabilidad intergeneracional. Sin embargo, hoy, frente a la complejidad real de los países, este marco resulta insuficiente.
Hay un pilar oculto, o no propuesto hasta ahora, que debe ser visibilizado con urgencia: la eficiencia y eficacia del Estado. El Estado no puede ser visto como un actor secundario dentro de cada dimensión, o incluso como uno mas entre los actores, sino como un pilar propio y determinante.
Tradicionalmente, se “asume” que el Estado es simplemente una parte del ecosistema sostenible —junto con la sociedad civil y el sector privado— encargado de regular, dirigir y garantizar el desarrollo. Pero esta visión lo diluye y lo vuelve casi invisible dentro del análisis. En la práctica, su rol es mucho más decisivo. El Estado es el principal responsable del fracaso o éxito de cualquier política de sostenibilidad.
Douglass North lo plantea con claridad: el Estado es el árbitro institucional, el que define reglas, crea incentivos o desincentivos, y determina la dinámica del juego social y económico. No es un jugador más. Es el que diseña la cancha, decide su tamaño y mueve las líneas de golpe. Invisibilizarlo en un marco basado exclusivamente en “dimensiones” es un error conceptual que hoy cuesta carísimo. La evidencia está ahí, por donde se mire, los estados modernos hacen agua, no cumplen su función social y siguen acumulando poder y dinero (de los contribuyentes, claro está).

Por eso propongo que la sostenibilidad, si quiere ser realista, debe apoyarse en cuatro pilares: la conservación del medio ambiente, la prosperidad económica en libertad, la paz y cohesión social, y la eficiencia y eficacia del Estado y de aquellos burócratas y políticos que elegimos para conducirlo.
Este cuarto pilar es imprescindible porque, repito, mientras los Estados enfrentan crecientes dificultades para cumplir su parte del “contrato social” (tomemos como ejemplo dramático el peruano), no tienen ningún problema para seguir expandiendo su tamaño, sus atribuciones y su capacidad de controlar o confiscar recursos —bajo la amable etiqueta de “política tributaria”— con la promesa de fines nobles, abstractos y autoreferentes. La brecha entre ese discurso y sus resultados efectivos es, hoy, uno de los principales factores de insostenibilidad.
Las burocracias, las decisiones políticas, la calidad del gasto, la gestión de proyectos, la transparencia y la responsabilidad pública no son detalles accesorios: son determinantes del desarrollo o del subdesarrollo de una nación. Un Estado ineficiente es un generador directo de insostenibilidad (volvamos al Perú). Un Estado eficaz, por el contrario, es un multiplicador de prosperidad, paz social y seguramente de reconciliación con el medio ambiente.
Visibilizar al Estado como un cuarto pilar, hará que ciudadanos, académicos y líderes mantengan siempre bajo vigilancia a sus autoridades: observarán qué hacen con los impuestos, qué hacen para generar riqueza, qué hacen para ampliar libertades, qué hacen para garantizar seguridad y paz. La sostenibilidad moderna —que integra ambiente, economía, gobernanza, bienestar y tecnología— no puede funcionar si el Estado falla sistemáticamente en su rol estructural.
Incorporar al Estado como pilar explícito de la sostenibilidad quizá incomode a ciertos puristas académicos, pero es indispensable si queremos que el concepto funcione en la realidad. La teoría, cuando no refleja el mundo que intenta explicar, se vuelve inútil. Y hoy, el ideal de sostenibilidad sin un Estado eficaz es apenas una buena intención sin posibilidades de cumplirse.