Salvemos a las AFP, sigamos destruyendo el sistema, por José Ignacio Beteta

El truco es perfecto, digno de un prestidigitador de feria: yo AFP cobro, administro, fracaso sabiendo que iba a fracasar, y al final el Estado —es decir, tú, yo, todos— cubre el vacío. Si esto no es la definición misma de irresponsabilidad premiada y mercantilismo sibarita, que venga Cicerón a corregirme.
Redacción Vigilante Publicado 8:32 am, 11 septiembre, 2025

Hay ficciones que se escriben con tinta, y otras, más perversas, que se escriben con leyes y reglamentos. El sistema de AFP pertenece a esta segunda categoría: nació como un experimento de alquimistas modernos que, prometiendo transmutar el cobre del salario en el oro de la pensión, nos ofrecieron un porvenir apacible, y no lo lograron.

Conviene aclarar, antes que los inquisidores del simplismo nos acusen de herejía, que no fueron las AFP las únicas culpables de la tragedia, ni las mas importantes. El verdugo invisible fue un Estado burocrático que ha construido un país en donde ser formal es un martirio. Y sin formales, no hay sistema previsional. Y sin formales, no hay razón para que exista una AFP.

Las AFP no pueden sobrevivir en esta patria apocalíptica donde siete de cada diez deciden vivir sin papeles ni contratos. Y, obviamente, a esto se sumaron los retiros, esos saqueos autorizados que hicieron del ahorro un espejismo, y el retiro anticipado (REJA), que convirtió a la gallina de los huevos de oro en sopa instantánea. Todo esto hay que reconocerlo.

La ironía es cruel: el sistema previsional, ese mecanismo que necesita masa crítica como los astros para encenderse, fue despojado de la masa misma. Pretender que sobreviva es como exigirle a un reloj sin engranajes que dé la hora. Ya no se puede.

Y aquí entra el equívoco y la mala gracias de estas empresas enormes pero vulnerables. Nos hicieron creer que salvar a las AFP era salvar al sistema. Confundimos al guardián con el templo, al notario con la ley, al gestor con la arquitectura. Y en esa confusión floreció el mercantilismo, esa religión del bolsillo propio, y la corrupción, su inseparable hermana. Ambos, más peruanos que el Papa, y hoy, vestidos de colores partidarios bastante reconocibles.

¿Qué ocurrió? Las AFP, temerosas de recibir su partida de defunción, buscaron nuevos comensales: los trabajadores independientes. Diversos informes, emitidos por ellos mismos, o por quienes ellos financiaban, ya decían solemnemente que, para que el “sistema” sobreviva, se les debía incluir. Y lograron secuestrarlos, no incluirlos, hace poco; no por solidaridad, no por reforma, sino por caja. He ahí la ley que se discutió en ESAN, con toldos y adornos de color naranja, y que hoy ya tiene reglamento.

Pero en su prisa olvidaron el detalle más obvio: que un hombre de cuarenta y pocos, cincuenta, o sesenta, con ingresos erráticos, jamás podrá capitalizar lo suficiente para un retiro digno. ¿Por qué incluirlos si esta verdad es tan evidente y clara? ¿Para que serviría el dinero de estos aportantes canosos si no lograrían su objetivo esencial: construir una pensión?

Y así, creron la trampa perfecta: se le despoja al cuarentón en vida del dinero, las AFP ganan con él, para luego legarle al Estado la tarea de enterrarlo con la miserable dignidad de la pensión mínima, costeada —como siempre— con el dinero del contribuyente. Tu dinero. Mi dinero. No el de las AFP.

El truco es perfecto, digno de un prestidigitador de feria: yo AFP cobro, administro, fracaso sabiendo que iba a fracasar, y al final el Estado —es decir, tú, yo, todos— cubre el vacío. Si esto no es la definición misma de irresponsabilidad premiada y mercantilismo sibarita, que venga Cicerón a corregirme.

La conclusión, aunque prosaica, es ineludible: el aporte independiente debe limitarse a los jóvenes, a quienes aún les quedan décadas para que la alquimia de la capitalización funcione (si es que funciona). Y más aún: el país necesita una pluralidad de instrumentos de ahorro, riesgos compartidos y, sobre todo, el derecho elemental de que, al llegar la jubilación, cada cual disponga de su dinero sin mendigar migajas mensuales.

Las AFP no fueron, no son, ni serán un sistema de pensiones. Son, en el mejor de los casos, fondos de inversión de largo plazo. Negarse a reformarlas hacia esta figura más realista es condenar a los futuros jubilados a un destino de súbditos y no de ciudadanos. Las AFP tuvieron una misión: recibir, gestionar, capitalizar y dar pensiones dignas. No lo lograron, no lo lograrán. Tienen que adaptarse ellas, no nosotros a ellas.

Y tal vez, al final, la moraleja borgiana sea esta: los laberintos más peligrosos no se construyen con muros de piedra, sino con leyes mal concebidas y minotauros alcoholizados corriendo de un lado a otro, privados y públicos, preocupados en sobrevivir y no en perseguir y defender la libertad.

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