Editorial: La buena izquierda (o derecha), por José Ignacio Beteta
Asumiendo por un momento que las etiquetas son válidas (y creo que a veces lo son), quisiera plantear algunas reflexiones de fondo en términos ideológicos.
La buena izquierda siente una profunda preocupación por comunidades, minorías o personas vulnerables, pero no te obliga a sentir lo que ella siente, de la forma en que lo siente y con la misma intensidad. Menos aún te juzga por no ser como ella, y por supuesto, nunca promovería que el Estado te obligue a pensar igual usando el dinero de los contribuyentes.
La buena izquierda sabe que personas y empresas requieren de una entidad que ponga reglas de juego. Por eso quiere que el Estado sea fuerte, pero a la vez ordenado, eficiente, y que cumpla su rol regulador y supervisor (quizás con más fuerza de la que un libertario querría), pero nunca aceptaría que su burocracia sea corrupta, abusiva, populista, autoritaria, o mafiosa.
La buena izquierda quiere modernidad, libertades civiles, tolerancia y democracia, pero sabe que esa modernidad necesita capitalismo, liberalismo económico, inversión privada, estado de derecho, respeto irrestricto a la propiedad privada, libertad de creencias y religiosa, porque solo la libertad, profundamente comprometida con la responsabilidad y una ética basada en valores humanistas universales (que existen y podemos compartir) es el motor de las cosas buenas que ocurren en la historia.
La buena izquierda entonces no puede querer un currículo educativo único, dogmático, programado por el Estado y los políticos. La buena izquierda no puede aceptar el adoctrinamiento de niños o niñas. Puede plantear una base mínima sobre la cual todos los niños crezcan para respetarse, amarse y ayudarse, quizás debería enfocarse más en una educación instructiva moderna, competitiva, para que nuestros futuros peruanos estén a la altura de un mercado laboral mucho más complejo, pero nunca debería empujar agendas educativas autoritarias o cancelar de forma violenta y constante la libre educación religiosa, ética o científica.
La buena izquierda (cualquier ser humano) sabe que vacunarse es bueno, pero no puede discriminar a quienes no pueden o quieren hacerlo, pero se cuidan y guardan todas las medidas sanitarias adecuadas para proteger a los demás. Menos aún debería pedir su discriminación desde el Estado. Si la izquierda reclama autonomía sobre su cuerpo para otros temas, no puede ser incoherente o selectiva, quitándole ese derecho a otras personas, solo porque no piensan como ella o les molesta su religiosidad o creencias, ¿cierto?
La buena izquierda no crea medios de comunicación, panfletos, o unidades de investigación que mienten, calumnian, sesgan la información o se enfocan solo en pegarle a sus adversarios, muchas veces sin sustento. La buena izquierda crearía medios que vigilan a cualquier político o líder que comete actos ilegales, de corrupción, violencia, de abusos, o que resta más de lo que suma al país.
En esta línea, un joven o una joven que dice ser de izquierda y compartir sus valores, no debería trabajar en proyectos de comunicación dirigidos por personajes amargados, complicados psicológicamente, envidiosos, mentirosos, deshonestos intelectualmente, que en realidad hacen propaganda ideológica y no periodismo, que reciben financiamiento oscuro de gente oscura o del Estado, pero que reclaman transparencia y ética de sus adversarios.
En conclusión, y he aquí la razón del título de este editorial: una buena izquierda debería ser muy parecida a una buena derecha, y viceversa. Un joven de “izquierda” o “derecha” podrían convivir en paz. Y un ecosistema periodístico saludable podría contar con medios de distintas tendencias ideológicas que cumplen su rol sin ataques, mentiras o difamaciones.
Porque cada uno de los párrafos de este editorial se aplica para un izquierdista, un progresista, un liberal, alguien de derecha conservadora, o cualquiera en las intersecciones, que sinceramente quiere desarrollo, paz, diálogo y respeto, felicidad, queridos lectores… Y creo que muchos queremos lo mismo, desde la orilla en la que nos encontramos, pero no estamos hablando ni nos estamos juntando. Les dejo mi humilde invitación.